miércoles, 18 de diciembre de 2013


Si algo se aprende del paso de los años, de la vida, es que todos, sin pasar por la facultad de Derecho, somos Jueces. Todos cada día sentenciamos las actitudes, los comportamientos ajenos sin posibilidad de revisión. Sentenciamos, normalmente, a cadena perpetua. Habitualmente, cuantos más años de experiencia se tengan mayor es la certeza de nuestro juicio, como si la edad te aproximase a la verdad absoluta, aquella a la que Platón o Aristóteles intentaron llegar pero que se les quedo a unos años de distancia. A medida que crecemos nuestros sentidos se convierten en captadores del error ajeno. Las costumbres, las creencias, lo tradicional, aquello que siempre se ha hecho empieza a calar en nuestro interior, forjándonos como verdaderos defensores de lo justo, de lo adecuado. La línea está clara, esto está bien y esto esta mal, es así de simple, de sencillo, es el secreto de la vida. 

y, repito, si algo se aprende del paso de los años, de la vida, es que todos, sin pasar por la facultad de derecho, somos unos excelentes abogados de nuestra conducta. Cualquier excusa es válida, nos vale cualquier exhimente, nos aplicamos cualquier atenuante. Si pudieramos recusaríamos a nuestros juzgadores por falta de conocimientos, como decía Ortega, yo soy yo y mis circunstancias. Nadie podría ponerse en mi lugar, nadie sabría cómo hubiera actuado de haberse visto en mi situación. Cumplimos nuestra pena pidiendo perdón, un perdón que es un mero bálsamo, una mera huída hacia delante, ya que la condena existe y es perpetua. 

Acumulamos condenas a lo largo de nuestra vida que más que rehabilitarnos nos inducen a condenar a los demás. La condena es menos condena si se comparte, es probable que mi conducta no sea tan reprochable si pruebo que hay gente que se comporta aún peor.
El resultado es una sociedad revestida de moralidad y buenas prácticas integrada por individuos torturados por sus propias condenas que son el germen de las condenas ajenas. El mundo no es más que un inmenso bucle de reproches. En esto del vivir no hay doctrinas favorables y, mucho menos, terceros grados, todos fallamos, todos somos penados y todos imponemos penas. 


Sin embargo, el revestimiento del mundo es frágil, nuestra moralidad y buenas prácticas, nuestras costumbres, nuestro buen hacer no es más que aquello que deberíamos haber hecho. Si sabemos que una mano no se puede poner encima de unas brasas es porque alguien se ha quemado con anterioridad. Establecemos un comportamiento ideal porque ha habido comportamientos erróneos. Los fallos, los errores ajenos son válidos entonces. Esto es lo que hay que hacer, esto es lo que él no ha hecho, lo que yo no haré, pero lo que hay que hacer. Y es que, tristemente, uno nunca aprende de los errores ajenos, si la experiencia fuera un virus sería el menos dañino de todos, ya que no contagiaria a nadie.